El término SAMIZDAT (en ruso, algo así como autopublicación) fue acuñado por Nikolái Glazkov a comienzos de la Guerra Fría, parodiando acrónimos de editoriales oficiales del régimen soviético. Se trataba de un sistema clandestino de circulación de información en el cual, para eludir la censura, los autores escribían los textos, los copiaban y los repartían entre gente de confianza, que a su vez, hacían copias y las distribuían. Debido al brutal control del Estado sobre las imprentas y el papel, las copias se hacían a mano o con máquina usando papel carbónico.
El amateurismo se hacía palpable en los errores de forma y en las correcciones, la mala calidad de impresión y eso marcaba la diferencia entre el SAMIZDAT y las publicaciones del régimen. Cuanto más arrugados y en peor estado estuvieran los textos significaba que más gente los había leído. Las personas que copiaban los textos eran gente común, no editores ni especialistas; lo hacían por voluntad propia y bajo un enorme riesgo. Era común que los autores perdieran el control sobre la obra porque los copistas se equivocaban, quitaban partes, añadían lo que querían al original. El Estado, claro está, imponía cruentos castigos a las personas que distribuían las copias. Los textos publicados eran de cualquier género literario, incluyendo novelas, poesía, tratados científicos, obras religiosas y una enorme variedad de temas. Archipiélago Gulag fue publicado así.
La tradición de publicar clandestinamente es tan vieja como la censura que el Poder ejerce para impedir la libre circulación de ideas. La Alemania nazi es un caso de estudio respecto de la represión feroz de las opiniones y del disenso, por la forma paulatina que esta represión se fue imponiendo desde comienzos de la década de 1930. No estaba permitido poseer libros escritos por pacifistas, comunistas, judíos, masones, ni ningún libro sobre política o ciencia política que no alabara al nacionalsocialismo; tampoco ningún libro de ciencia que refutara la teoría nacionalsocialista de la raza; ni ningún texto satírico que ridiculizara a los miembros del Partido Nacionalsocialista. Con eso y todo, los libros prohibidos siguieron circulando escondidos en los lugares más insólitos y difundidos clandestinamente, encriptados y particionados para eludir la voracidad totalitaria.
El bloque soviético tiene una larga tradición de prensa clandestina: Polonia ya desde la ocupación alemana, Checoslovaquia o Hungría, imprimieron de forma clandestina libros censurados que llegaron a ser ediciones de decenas de miles de ejemplares, siempre con el mecanismo de copiado para burlar la censura y generar un canal de distribución libre y alternativo. Bajo el régimen iraní se publicaron cientos de textos prohibidos por los ayatolas, y bajo el riesgo de penas crudelísimas se llegó a publicar ilegalmente Los versos satánicos, el texto del condenado a muerte mediante una fatua, Salman Rushdie, por haber blasfemado al profeta Mahoma.
Para colmo, en lo que respecta a temas como la seguridad o la salud, la mayoría ovejuna acepta de buen grado la censura y está dispuesta a ser bastante autoritaria. También sobre este tema en la historia sobran los ejemplos y por eso los políticos saben que tienen que apelar a algún potencial riesgo en la salud o en la seguridad para implementar el control sobre lo que se dice sin encontrar resistencia. La gente no tiende a luchar contra el Estado Niñera, es más, la gente ama al Estado que les dice qué hacer con sus vidas y tiende, también, a odiar al que quiere escapar de las garras de ese mismo Estado. Eso quedó particularmente plasmado en los confinamientos, cuando gran parte del pueblo quería incluso ser más duro que los políticos.
El último 24 de agosto, Pavel Durov, director ejecutivo de Telegram, fue arrestado por la Policía francesa. Actualmente es perseguido por los Gobiernos de varios países, Corea del Sur (que ya bien puede aliarse a su homóloga norteña) se ha sumado a Francia en la caza de brujas contra Durov por la negativa del empresario a controlar los mensajes que circulan a través de la app que no es ni más ni menos que una mensajería donde se intercambian textos, fotos y videos libremente. Como es imposible de descifrar, Telegram atrae a delincuentes, sí; así como a disidentes políticos y manifestantes. Pero antes de que se lo persiguiera en países libres, Pavel debió huir de su país natal en 2014 cuando el Kremlin le exigió que entregara datos sobre los organizadores de las protestas ucranianas de Euromaidán desde su anterior red social, VKontakte. Durante años, Telegram ha enfrentado la presión de varios gobiernos de distinto signo político, que pretenden controlar el intercambio de información imponiéndole sanciones, restricciones y multas.
En Estados Unidos, el interés de la Administración Biden-Harris por censurar hechos y opiniones se plasmó en un control férreo de las plataformas y de las redes sociales. Recientemente el director ejecutivo de Meta, Mark Zuckerberg, publicó una carta donde contaba que en 2021, la Casa Blanca presionó a los empleados de su empresa para que censuraran contenidos sobre el COVID, incluidos el humor y la sátira, y amenazaban a los equipos cuando ponían resistencia. Prometía en su carta, el arrepentido Mark, al Comité Judicial de la Cámara de Representantes, rechazar futuros intentos del Gobierno de censurar las publicaciones en Facebook. Con esta epístola, Zuckerberg ampliaba el reconocimiento de las aberraciones que se cometieron en términos periodísticos, científicos y jurídicos en la red social obedeciendo al Gobierno demócrata. Lástima que lo hiciera ahora y no cuando tuvo la oportunidad de mostrar al mundo los horrores contenidos en la computadora de Hunter Biden, o las críticas hacia las políticas contra el COVID. El exdirector ejecutivo de Twitter, Jack Dorsey, obró con la misma cobardía y complacencia que Zuckerberg; ambos suprimieron todo lo que el Poder les pidió. Dorsey, incluso, llegó a expulsar a un presidente democráticamente elegido y en funciones de su red.
La actual candidata presidencial Kamala Harris, allá por 2019, pidió a Dorsey que se censurara a Donald Trump diciéndole que haga algo al respecto contra el entonces presidente de EEUU. Harris sostuvo en aquella época que una corporación como Twitter tiene obligaciones y decide quién puede hablar y quién no. Y agregó que Donald Trump incitaba al miedo, lo que potencialmente podría causar daño contra la democracia. Lo actuado en aquel entonces por Harris fue tan totalitario que le valió una disputa con la senadora Elizabeth Warren que no la respaldó en su fanatismo censor. Harris cree que el Poder debe mediar entre los mensajes y el público. La forma en la que Kamala entiende la naturaleza de los derechos individuales no dista de la forma en la que la entendían el resto de los Gobiernos censores de las tiranías del Siglo XX. Sólo se diferencia en el grupo de herramientas que tiene a la mano para conseguir sus propósitos.
El inefable compañero de fórmula de Kamala Harris, Tim Walz, no se queda atrás en sus posiciones contra la libertad de expresión y sostiene que “no hay garantía de libertad de expresión en materia de desinformación o discurso de odio, y especialmente en relación con nuestra democracia” (en realidad sí hay garantía, está en la Constitución de los EEUU…detalles). Pero, como en las épocas más oscuras de la historia de la humanidad, la presión sostenida por el Gobierno contra la libertad de expresión ya es parte natural de la vida de los estadounidenses que han visto la forma coordinada y vergonzosa en que las redes sociales y el Gobierno se asociaron para mentirles.
La confesión de Mark Zuckerberg, en este contexto, no tiene valor por lo noticioso, todos sabíamos lo que reveló. Todos sufrimos el apagón informativo inmediatamente después de que globalmente se impusieran los confinamientos. Utilizar las redes para debatir, oponerse a la covidcracia o difundir información científica que fuera contra la narrativa del Poder resultó imposible y se comenzaron a utilizar apps o webs menos controladas por donde antes circulaban mayoritariamente la piratería y otras delincuencias. Cada persona que tenía alguna duda, divergencias o la sospecha de que algo anormal y malo estaba sucediendo, se lo señalaba como conspiranoico, asesino, egoísta, asocial y perverso. Estábamos viviendo un ataque a los derechos y libertades histórico en términos de escala y alcance, y no se nos permitía ni siquiera comentarlo. Pero aún así la opinión disidente fue parte del debate público gracias a los espacios encriptados, a las artimañas reservadas a los delincuentes que lograban escapar del control del Poder. Fueron los Estados los que nos transformaron en delincuentes.
En 2022, Elon Musk adquirió Twitter y expuso las formas en las que los gobiernos procuraban (mayormente con éxito) suprimir la libertad de expresión en su red social. Lo hizo también con Brasil, donde el hampa plenipotenciaria conformada por el presidente y un juez de infinito poder presionaron a las redes sociales, a los medios y a los proveedores de internet para silenciar la disidencia política, suprimir información contraria al Gobierno, cancelar las investigaciones sobre las autoridades y atacar también al humor y al sarcasmo. Inventaron al Jomeini carioca y Musk lo expuso públicamente.
Por el pecado de publicar lo que el Poder no quiere, Musk ha enfrentado decenas de demandas de Gobiernos en EEUU, Europa, América Latina y las balas le pican cerca. El caso Durov le ha demostrado que, en adelante, deberá pensar 100 veces antes de viajar a países con democracias liberales en donde se puede ir preso por respetar la libertad. Seamos honestos y objetivos, es poco probable que las industrias digitales se enfrenten a la censura en tiempo y forma; la canallesca confesión de Mark Zuckerberg sirve de muestra. Es alto el riesgo de enfurecer a las agencias gubernamentales que las regulan y hay que cruzar un Rubicón demasiado embravecido si se considera litigar contra ellos por las impagables multas, los vericuetos regulatorios y por las acusaciones delirantes pero posibles como las del juez Moraes o las del burócrata Thierry Breton. ¿Qué los haría correr el riesgo? Los estándares de coerción son asfixiantes para los titanes, lo que nos lleva a otra pregunta ¿Qué ciudadano de a pie correría el riesgo?.
Actualmente en Gran Bretaña hay gente presa por publicar memes o contradecir la ideología del Gobierno. Australia, Alemania y tantos otros países han redoblado esfuerzos contra la libertad de expresión y los mecanismos democráticos que deberían poner límites a estos atropellos han sido cómplices de los mismos… ni el poder judicial ni el legislativo están cumpliendo con el rol para el que fueron creados en democracia, hoy, en todo el mundo, son una parte más del consorcio de Poder que oprime las libertades más básicas.
En este oscuro panorama, Elon Musk y Pavel Durov son los guardianes del SAMIZDAT. Representan el límite más allá del cual la institucionalidad progresista no sabe cómo vencer a los desafíos digitales. Son la frontera racional del control progresista sobre la vida de las personas y sobre el debate público que murió con el surgimiento de una internet popular. El fenómeno tiene menos de dos décadas y los gobiernos ya se han dado por vencidos, por eso están empezando a encarcelar. La detención de Durov y la persecución contra Musk son la señal de su impotencia y de su ira. El Estado no quiere saber qué hacen los criminales y los terroristas, lo que quiere saber es qué hace y dice la gente común. Actualmente, en las redes sociales es donde está el discurso disidente, mezclado con cualquier cosa, caótico, incorrecto, indomable como en un SAMIZDAT. Si los gobiernos han vuelto a ser tiranías, la libertad de expresión volverá a ser clandestina.